15 noviembre 2008

GESTORES DE BABEL

Y AHORA SIN MANOS

 

 

Todos sabemos, de irlo viendo, que la forma sencilla de entrever lo porvenir es mirar lo que pasa en los Estados Unidos, o sea, lo que nos exportan en las películas y series. No se trata de asuntos ideológicos ni de discursos ni de ideas, sino de una acción estratégica que no parece organizada por su Gobierno ni por sus partidos.

 

Desde el principio las películas contribuyeron al cambio mucho más que los partidos, pero la dosis española era de dos, todo lo más tres a la semana. Impacto, sí, pero con descansos. Y la música, que en estos momentos, ha llegado a la “desmusicalización”, si puede expresarse así.  Ha venido el Rap, dicen que de rap-sodia, pero mejor se definiría con Mel, de mel-opea.

 

Las artes no se pueden comercializar, so pena de dejar de ser arte y dar cabida a una enormidad de elementos contrarios a ellas. El cine parece centrado, casi definitivamente, en la matanza, en gusto por la cópula o en lamento del cornudo. No es posible una película o una serie sin su muerto, salvo en las “comedias de situación,” do reinan los maricones y los egoístas.

 

Ahora, con las 24 horas de tele y con los muchísimos canales, las dosis peliculeras son peligrosas y el tiempo que tardan en llegar a España las dolencias sociales americanas es mucho menor. A veces bastan dos años, tres todo lo más. Hay que fijarse en algunas de nuestras lacras recientes y comprobar de dónde proceden. Las agresiones de alumnos a  profesores, por ejemplo. El número creciente de locos que matan al prójimo y de maridos que acaban con la mujer. Los ajustes de cuentas, con o sin drogas. Los nuevos polis, que actúan con prepotencia y falsía made in Hollywood.  El universal espectáculo de la violencia y del coito y de la muerte: el Coliseo Romano trasladado a las calles. A guerra civil –polis contra psicópatas y extranjeros- ciudadana.

 

La bajísima calidad de la enseñanza, muy especialmente en ciencias sociales y en clásicas. Un mundo basado en  sucedáneos.  La potencia, de estado feudal, de las marcas, que capaces son de crear y estimular leyes. O de prohibirlas. Las bandas callejeras, con niños salvajes. Esos ñetas y demás, importados con la inmigración. No vale la pena insistir en ello: son productos importados, a imagen y semejanza de los Estados Unidos.

 

Lo mismo pasa con las leyes, empezando por la Democracia Moderna, o Liberal y siguiendo con las declaraciones de Derechos Humanos, que es un poderoso revoque aplicado al hecho de que el poder manda y manda de modo ilimitado. A la vista de ese poder, que llega hasta aquí, y de esas ideas falsas para las que no venden antibióticos, ya sabemos de dónde viene lo que nos deforma y nos saca del cauce natural de la sociedad, seguramente desde 1775.

 

Lo que ahora conviene saber es de dónde vienen esas barbaridades en los propios Estados Unidos, que nos las exportan no siempre voluntariamente: también hay que contar con el infinito número de gilipollas entregados a novedades averiadas, como, desde hace poco, el Halloween, vieja costumbre mágica que entraña satanismo y que potencian los iluminati, que tienen tanto derecho como los Imanes o los Cardenales.

 

¿Qué pasa en los Estados Unidos que, con su potencia multiplicadora, afecta a las sociedades universales. ¿Qué tienen de contagioso para el resto de la humanidad? ¿Qué tiene de universal la empresa sin fronteras, cuando se limita a aumentar beneficios a cualquier coste y aplicar los mismos remedios, las mismas marcas, los mismos consabidos a todos los hombres y a todas las culturas? Han impuesto, ya casi del todo, el usar y tirar, el despilfarro, y no es la empresa quien despilfarra sino el comprador que, de este modo, mira contra sus costes de vida. ¿Qué parte del producto vale más: el envase atractivo que el marketing aconseja, o  el contenido?

 

Hay que repetirlo: ¿qué ha provocado que los Estados Unidos hayan normalizado una inestabilidad económica, social, intelectual, cultural, médica y sexual?  Se oyen respuestas, quizá demasiado urgentes y simples: “Estas son cosas de sociedades ricas. Mirad a Roma.” “Los procesos de decadencia pasan siempre por idénticas fases: falta de fe, incluso en la nación. Y en uno mismo. Desconocimiento de la historia, maestra de la vida. Reconocimiento de la esfericidad del mundo e incapacidad para situar en él lugares, gentes y acontecimientos. Sencillamente, estamos en época de decadencia y nos pasa lo que en las decadencias: menos moral, menos hijos, menos serenidad, menos capacidad de servicio, menor aceptación de deberes y máximo uso de derechos.”

 

Si se supone que las señales son ciertas y que hemos entrado en una decadencia que se acelera y que parece derivar a un “Nuevo Orden Mundial”, sea el que sea, las pregunta sigue siendo la misma: ¿Por qué sucede la decadencia? ¿Qué cosas fundamentales la provocan? Porque decadencia –véanse Roma o Egipto- no equivale a pobreza ni a escasez, sino a disolución: desaparecen vínculos, objetivos superiores y los básicos sentidos de la vida hasta que ésta es un simple sobrevivir. Y muy caro.

 

¿Qué ha creado un universos contemporáneo tan voraz y tan poco satisfactorio? Veamos la historia y, más exactamente, la Historia Sagrada, que no se estudia ya. Apenas si se dan referencias lejanísimas del Paraíso, de la cautividad en Egipto, de Judit, de Rut, de David y de Salomón. Las que se hacen sobre Cristo suelen ser en base a astronautas.

 

No: no se está haciendo una pirueta en la línea de razonamiento, comenzada en el cine, en la predicción de acontecimientos a través de los sucesos de Estados Unidos, la decadencia y, por sorpresa, la Historia Sagrada, esa desconocida después de milenio y medio de universalidad.

 

El creyente y el que no pueden ver, sobre todo en el Antiguo Testamento, que el Dios de Israel se tomaba venganzas. No se trata de si eso fue cierto o no, sino de que esas acciones fueron terribles y calculadas como una carambola de billar. La que es ejemplo para hoy es Babel, o sea, la confusión de lenguas. No va por Cataluña ni por Vascongadas ni por Galicia, Valencia y Baleares. En esos reinos no hay confusión de lenguas sino de mentes.

 

Dice la historia que, tras la confusión, las gentes se separaron y formaron pueblos distintos. Distintas culturas que, como sabemos, arraigaron.  Y se conservaron muchas, hasta hoy,  con sucesivas divisiones y confusiones. Pero, salvo guerras, manteniéndose en su sitio y velando todas por su forma de vivir, por sus tradiciones que hacían más confortable y fácil la vida también del alma.

 

Pero Estados Unidos, zona más que despoblada y, al parecer, repleta de ideales sobre la libertad del humano, sobre la felicidad del humano y sobre la individualidad del humano, lanzó la proclama de llamada a los perseguidos y desdeñados de todo el universo, como si no fuera posible ver entonces –y lo veían, claro- que el hombre nunca va solo. Una persona no lo es en unicidad: lleva con él cosmovisiones, historias, dioses y fórmulas para alabar a Dios o someterse a él. Tabúes,  y formas de emparejarse. Hay demasiado en el interior de un hombre solo.

 

Así es como se formó la sociedad allí, con un espejismo de felicidad y con numerosas culturas ante las que los gobiernos sucesivos no quisieron legislar con visión de futuro. Lo primero, la libertad. Lo segundo, con barrios para cada minoría y cada dios. Es decir que importaron la confusión de lenguas y de fe, con la esperanza de que de ahí saldría una sociedad distinta pero común para todos los ciudadanos de los Estados Unidos.

 

Pero aún ahora persisten las grandes diferencias. Las sociedades multiculturales, que suenan tan bien, no son posibles: una de las culturas está llamada a absorber a las demás, sólo que las absorbidas también modifican a la absorbente. Y en eso estamos: un mundo americano mal asentado, donde nadie puede ser lo que es porque las demás culturas, la del vecino, no pueden sentirse despreciadas u olvidadas. Una resta cultural en busca de lo básico que se pueda compartir: que ser rico es bueno. Lo que se dice ha de haber sido pensado para no decirlo todo y, aún así, este es el principal foco de todas las violencias de aquella nación, y la base de cuanto nos están importando, incluido llamar a las Navidades “Fiestas,” “solsticio de invierno,” o cualquier otra vaguedad, representadas, además, por un personaje arreglado y recolorado (rojo y blanco) por la casa Coca Cola. Las culturas se restan las unas de las otras. Nunca se suman.

 

Sería osado decir, tajantemente, que Estados Unidos es la actual Babel. Porque el inglés es común, como la ambición y la multinacional. Pero allí no se entiende que se ha dado al Estado el monopolio de la violencia y sí al ciudadano el derecho a armarse para defender su libertad y, de paso, el capricho. Eso mismo es lo que recibimos, más la implacable idea de la guerra de extermino y venganza posterior.

 

Entre nuestras viejas culturas, algo desleídas, y la presencia de una en desorden y cambiante, andamos conduciendo la bicicleta sin manos: la cultura no nos la hacen ya ni estudiosos, ni artistas ni estilos ni  fe. Ni historia. Ni el refranero. Surge del marketing, del consumismo y de la incapacidad del hombre moderno para atreverse a ser lo que es o para decir no, cuando el no es necesario.

 

Sin manos ahora, camino de un porvenir que ni se nos ocurre. Y, pronto, sin dientes. Hay una cultura, inestable y frenética, mucho más pujante que la nuestra.  Y nos resta. Y gana.

 Gestores de Babel

Arturo ROBSY

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