21 septiembre 2006

El biacadémico Francisco Rodríguez Adrados, diagnostica con sencillez el destino al que nos llevan estas memeces y maldades a las que se nos somete. Por libertad -dicen- se ven obligados a quitarnos la libertad y no sólo con la mentira, que es gran privación del albedrío.

En las Baleares (obligatorio: Balears) ya nos cuentan que el idioma cooficial es el español, por ejemplo. En Cataluña, peor. Recuerden que allí hasta traparon de crear su propia Eta, pero al ser la catalana una raza de poco huevo, lo dejaron correr.

El daño está ya hecho y el catalán ha dejado de ser una lengua y ahora es el vehículo de la política torcida, de la desunión, de la ira contra España, o sea, contra todos. Al menos Trapisonda ha estudiado el fenómeno y ya sabemos que un catalanista no escucha; sabemos que un marxista no oye. Y nos consta que un catalanista de izquierdas es sordo.

Analicen a gusto cuanto dice, muy bien dicho, elacadémico, que sabe algo más que la tropilla del Concejo de Menorca y los ayuntamientos.

Los residuales

Por FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS
| LA TERCERA DE ABC |

... España fue creciendo siglo tras siglo después de que los árabes la hicieron residual: unos trocitos en los montes cántabros y pirenaicos. No invadió a nadie.Vinieron a ella todos por bodas o tratados. Les atraía un gran faro, el modelo antiguo de Hispania...

LEO que, según el señor Maragall, el Estado español (y supongo que la lengua) es residual en Cataluña. Ya lo habíamos sospechado, ahora lo confirma una voz autorizada.

Aunque me choca un poco el vocablo. Yo había oído hablar de las aguas residuales y hasta de los residuos sólidos. No de un Estado residual.

Vean «residuo» en el Diccionario de la Academia. Tiene varias acepciones:

1. Parte o porción que queda de un todo. 2. Aquello que resulta de la descomposición o destrucción de algo. 3. Material que queda como inservible después de haber realizado un trabajo.

Elijan. Creo que cualquier acepción vale para España. Y para cualquier nacionalismo.

Y conste que nada tengo contra los residuales. Yo mismo lo soy: un hombre que se ocupa de los clásicos griegos, latinos e indios y de historia y lenguas y literatura, ¿cómo no va a ser residual en estos tiempos? Es un título que me honra. Y me parece que el señor Maragall, por lo que leo, es más bien residual en la política catalana. Alguna ventaja tenemos los residuales: podemos decir las verdades que nos da la gana. Vean al señor Maragall, vean su discurso residual, que fue su canto del cisne.

Porque, en cuanto a la España residual o el español residual, me gustaría decir algo.

España fue creciendo siglo tras siglo después de que los árabes la hicieron residual: unos trocitos en los montes cántabros y pirenaicos. No invadió a nadie: ni a Galicia ni a los vascos ni a Cataluña. Vinieron a ella todos por bodas o tratados. Les atraía un gran faro, el modelo antiguo de Hispania. Que ofrecía amparo y guía. Sólo invadió al islam, que la había invadido.

Un poco triste que ahora se quede en un residuo. En un residuo entre residuos. Mal para todos.
¿Y qué decir del español, que es el castellano ampliado? Venían a buscarlo todos. En él escribían gallegos como Valle o la Pardo Bazán, asturianos como Palacio Valdés o Pérez de Ayala, vascos como Unamuno, valencianos como Blasco Ibáñez, alicantinos como Azorín. ¡Y catalanes como Verdaguer y tantos más!
Y no es que no existieran otras lenguas. Dignas y respetadas. Un lingüista muy distinguido, Moreno Cabrera, ha escrito un libro «La dignidad e igualdad de las lenguas». Yo lo suscribo. Los sistemas de comunicación son semejantes. Y despiertan semejante amor.
Pero en España sobre lenguas hay mucha ignorancia. Hay los hechos sociales: cada lengua tiene su función, no se las puede imponer por coacción ni desterrarlas con coacción. Y el hecho social fundamental es este: la gente, allí donde hay varias lenguas, busca una común para entenderse. La más extendida, la de más prestigio. En España es el español, en él hablan todos, hasta los separatistas. Por eso es la lengua oficial de España: no a la inversa.
Y esto no es desdoro para nadie. Hay quien tiene otra lengua materna y la usa con los que también la tienen: no hay nada que objetar. Pero tiene además la común, para participar en la voz de la nación total. Para otros, la lengua materna y la común coinciden. Es igualmente normal. No vamos a lamentarnos como aquél que se quejaba de que en Valladolid, decía, no tenían «lengua propia».
Pero cuando un problema de convivencia, que la gente resuelve, lo toman en sus manos los que buscan estropear las cosas, todo se envenena. ¿Por qué ese afán por hacer residual lo que era (y es) central, por meterlo en el trastero? ¿Por qué ese afán por hacer residual, también, a España?

Mal para todos. No es que sea anticonstitucional, es que es suicida. Fueron unos pequeños grupos que aspiraban, simplemente, al poder. Casi lo han logrado. Mal asunto. Los que estamos fuera de toda apetencia de poder, lo vemos claramente.

Es triste lo que ha pasado con esa Constitución de 1978, no ya lo que pasa ahora. No es sino más de lo mismo: ya que no tienen los votos para abrogarla, la dan por no existente. En fin, todos la hemos elogiado, yo también: es o era la Constitución de la concordia. Pero hay un hecho claro: lo de la «unidad indisoluble» de España y lo del español (no se atrevieron, dijeron castellano) como lengua oficial y lo de exigir a los partidos respeto «a la Constitución y a la Ley», jamás se ha cumplido. Desde el comienzo mismo hubo partidos legales (de los ilegales no hablo), nacionalistas o separatistas, como quieran llamarlos, que pasaban de esto. Y desde el principio hubo campañas contra la lengua española.

Ningún Gobierno hizo frente al problema. ¿Por evitar males mayores? Quizá. Y porque todos han necesitado, en algún momento, los votos de esos partidos. Unos partidos que en sus regiones jamás lograron mayoría, en España, sin embargo, daban la mayoría.

Y, así, los buenos deseos (pia desideria, wishful thinking) de la Constitución sobre la nación y la lengua y los partidos se quedaron en residuales. Como, en pequeño, Maragall o yo. ¡Somos tantos los residuales! Casi dan ganas de gritar «uníos, hermanos residuales». A lo mejor, al final, no lo somos tanto.

En fin, disculpen: mejor reír que llorar. Bromas aparte, lo que sucede es serio, potencialmente trágico. ETA y Batasuna estaban ya casi acabadas y ahora esperan lograr con ayuda del «proceso» lo que con las pistolas no lograron. Esperemos que fracasen. En Cataluña casi todo lo tienen «transferido». Y ¿qué decir de la lengua? Me invita gente amiga a un simposio sobre algún tema clásico: la portada del programa está en catalán, francés e inglés. Lenguas con mil méritos, pero algo falta. Ya sé, las circunstancias que decía don José. Pero hay también hay el «yo»: no voy.

Y, por cierto, ¿no será residual también, ya puestos, el Partido Socialista? Porque no es que vaya a llegar el Socialismo, no, hace tiempo que llegó. El Socialismo lo han incorporado a su programa todos los partidos, con los matices que sean. Ya los liberales ingleses del siglo XIX (¡si no, se les escapaban los votos!), los conservadores españoles (Dato), Franco (el Instituto Nacional de Previsión). Y hasta Pericles: no lo invento ahora, lo he escrito antes y otros lo han escrito conmigo.

Llegadas las masas a la escena política, consolidada la democracia igualitaria, la atención a lo social se impone. La cuestión es hacerlo de manera inteligente, no arrasándolo todo.

Pero al triunfar el Socialismo, el Partido Socialista se ha quedado sin doctrina, sin programa propio. Lo de obrero y español otros lo han criticado, yo me limito a criticar lo de socialista. No porque no sea cierto, sino porque es una marca que es ya de uso común.

¿Qué hacer, entonces? Porque, evidentemente, no quieren cerrar el partido, se comprende. Tienen que buscarse un nuevo programa, desde el momento en que eligieron la democracia liberal dejando la revolución, que a algunos les suena bien todavía, pero ya no es acorde con los tiempos.

Y ¿qué hacer, entonces? Ya lo ven: los pactos consabidos, el uso abusivo de la palabra «paz», la ayuda de profesionales del follón, los dicterios contra el otro bando, una leyes que a muchísimos irritan y son de dudosa constitucionalidad, pero que esperan que les traigan votos. Anestesiar a la gente con propaganda que suena a humana y populista. Falsificar la Historia. Más o menos, como en la segunda República, tan elogiada ahora.

Todo esto no encubre demasiado el carácter residual del Partido. Y de sus sindicatos y de tantos aspectos de su política.

El pobre Pericles no tenía esos recursos o los utilizaba tímidamente, pese a lo que dijeran sus críticos, que ya los había. Su democracia acabó por derrumbarse. Y él se quedó en residual a secas dentro de la Historia de Grecia.

Al menos, creó un ideal para el futuro.

En fin, discúlpennos a los residuales. Algunas verdades decimos.

de las Reales Academias Española y de la Historia

16 septiembre 2006

¿HACIA DÓNDE VA ESPAÑA?

El patriotismo, en lo fundamental, se reduce a ser capaz de tener algo que compartir con todos los demás. Este es el caso del artículo de ABC que se reproduce, firmado por un "colectivo" de sesenta intelectuales y que señala en buena dirección. Probablemente Trapisonda es demasiado actual (y circular) para preocuparse por restablecer la historia, ocupada por un gran lío que hoy se hace pasar como tal, pero es bien cierto que hay certezas históricas no sometidas -aún- a lña dictadura de los partidos profesionales.

¿Hacia dónde va España?

Por GRACIÁN. Colectivo que reúne a 60 intelectuales y profesores de reconocido prestigio

¿CÓMO está ahora España? ¿Hacia dónde va? ¿Qué queremos los españoles hacer con ella? Hay que considerar, por una parte, que los cuerpos políticos pueden enfermar, e incluso si no se tratan bien y a tiempo pueden morir, disolverse, romperse. Platón y Aristóteles hablaron de las repúblicas enfermas (que identificaban con las no sujetas a leyes), y Rousseau señaló que cuando la comunidad política deja de funcionar, el pacto social queda roto, y cada individuo o grupo recobra su libertad natural de hacer lo que quiera. «Si Esparta y Roma han perecido, ¿qué Estado puede tener la esperanza de durar siempre?», escribió en su Contrato Social, en un capítulo que precisamente tituló «De la muerte del Cuerpo Político» (Capítulo XI del libro III). Muerte que, de hecho, hemos comprobado multitud de veces a lo largo de la historia. Como ha sido el caso, por citar sólo algunos ejemplos, de la Nación polaca (desapareció del mapa, hasta que en 1916 se proclamó de nuevo el Reino de Polonia), o de la palestina; y también el de la Unión Soviética; o, más cerca, en los Balcanes, el del Estado Federal de Yugoslavia, cuyos seis estados federales (autónomos) lucharon entre sí (Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Montenegro) hasta que consiguieron eliminar el cuerpo político común en el que se integraban, creando nuevos y más minúsculos Estados.

Parece lógico pensar, por otro lado, que el futuro de una comunidad política no se debe dejar al azar. Los efectos siempre corresponden a las causas, por eso somos previsores, pensamos en el mañana, para nosotros, para nuestra familia y, naturalmente, también para nuestra comunidad política. Esa es la razón por la que hoy día, tal como están las cosas, es lógico, lícito e incluso muy necesario preguntarnos qué está pasando con España, hacia dónde camina, si es que realmente va a alguna parte.

Nadie conoce el futuro. Pero saber lo que ya ha pasado, conocer bien el presente y aplicar a todo ello la experiencia, el sentido común y el conocimiento de los hombres puede llevar a advertir lo que se avecina en el futuro, si no se cambia la tendencia.

El pasado es bien conocido: España es uno de los cuerpos políticos más antiguos. Acaso nació en el año 201 antes de Cristo, cuando durante la segunda guerra púnica entre Roma y Cartago, aniquilado el ejército cartaginés en la decisiva batalla de Zama, se declaró la paz, Cartago abandonó Iberia, y ese territorio, también llamado Hispania, se convirtió en provincia romana. España nació definitivamente al mundo con plena autonomía y autocracia (soberanía, diríamos hoy) en el año 545, cuando se creó el Reino Hispano Visigodo, que incluso tenía una provincia gala (Septimania), y cuando poco después Leovigildo fijó la capital en Toledo, conquistó Málaga y Córdoba, fundó Victoriaco, la actual Vitoria, incorporó Galicia al Reino y se promulgó el Liber Iudiciorum, ley común aplicable a todos los territorios peninsulares. Iberia, Hispania, España, la Nación española, o como queramos llamarla, es una comunidad política muy antigua, lleva muchos años existiendo como tal.

¿Qué pasa ahora con España? Es un hecho que el proceso autonómico se ha desarrollado de manera general, homogénea y desbordando las previsiones constitucionales, y que eso nos ha llevado de hecho a un estado federal. Aunque la ley no lo diga, fácticamente hoy España es un estado federal, situación a la que nos ha traído el triunfo del uniformismo y una forzada interpretación «política» de la Constitución. Aquél provocó una «espiral diabólica» en la que, en una carrera sin final, una comunidad tras otra iban demandando más poderes. Hasta que ésta, la interpretación política, en un uso en fraude de ley del artículo 150.2 de la Constitución, supuso la quiebra del modelo constitucional y la implantación, por la vía de hecho, de un Estado español con diecisiete Estados miembros.

Pero la cosa no para ahí, y la espiral diabólica sigue su marcha: aunque la Constitución no consiente una confederación o una unión real de estados, ya hemos comenzado a sobrepasar el modelo federal, y estamos recorriendo la senda confederal. Se han dado muchos pasos que nos llevan más allá del esquema federal; primero de modo subrepticio, pero hoy ya a las claras, sosteniendo la confederación e incluso la separación. Estamos en una fase cualitativamente distinta, que es la del actual camino desde lo federal hacia lo confederal, el camino hacia un estado de tipo confederal o de características propias de la unión real de estados, con prestación de servicios comunes. Hay muchos ejemplos del camino confederal que estamos recorriendo, que subordinan España al poder de las comunidades: codecisión de éstas en la política exterior del Estado, administración única, negación de la Nación española como tal, conferencias sectoriales y conferencias de presidentes, educación, lenguas...

¿A dónde nos lleva esta senda? Si no cambiamos la tendencia, nos lleva a una comunidad de tipo confederal en la que el poder estará únicamente en manos de las comunidades autónomas. Por lo que otro fin posible es la desaparición de España, la muerte del Cuerpo Político Hispania. La espiral sigue, la senda confederal se intensifica y acelera, y ya se manifiestan con toda claridad voluntades secesionistas. Por tanto, el peligro de la desaparición de España es real. De momento, el fin es confederal y no de total desintegración, pero ésta no es impensable. Tal como van las cosas, negar el serio problema de la posible desaparición del Estado español es cerrar los ojos a la realidad de los cambios en curso, es practicar el avestrucismo político.

Todo esto lleva a plantearnos si la posible desaparición de España es algo bueno o malo. Y en este caso qué soluciones podemos dar al problema. A ambos asuntos se dedicarán los dos próximos artículos."

Para la memoria Histórica visible, consulte el Catálogo de Teletrapisonda

10 septiembre 2006

ESPAÑA Y LA LOCURA SENIL Y JUVENIL

Trapisonda no es un lugar de regalo y descanso. Hay que vigilar intensamente al Bedel Arcadio, al presidente Zapatero, a la Señá Vanesa y al estudiante Begur. Luego, seguir las evoluciones de las ciencias objetivas y subjetivas, analizar las opiniones no demostrables y sacar consecuencias para que el mundo no descarrile.

Ayer no más un buen dibujante y académico de la Rae, Mingote, repasaba las etapas de la historia y dibujaba a un falangista -más o menos, con la leyenda de prohibida la libertad. Esto no indica nada sobre la libertad sino sobre que la Ley de Memoria Histórica tiene efectos potentes tanto sobre la memoria misma como sobre el campo de intereses de cada cual, porque Mingote fue uno de los millones que auparon a Franco a la Jefatura del Estado.

De lo que se trata es de equiparar la falta de libertad a 37 años de vida española y poner el estúpido velo a los seis anteriores, cuando el Estado se portaba como un partido, cuando la prensa aparecía llena de espacios en blanco, censurados, en aquel legal régimen de libertades y legalidad, que nunca tuvo ni legitimación de origen (se proclamó como consecuencia de unas elecciones municipales que, además, perdieron los republicanos) ni de ejercicio, pues antes de dos meses de su proclamación ya ardían conventos, ya sonaban tiros y ya se expulsaba a buenas gentes del futuro paraíso proletario.

De lo que se trata es que España fue a la guerra porque la memorable república había restringido de tal modo las libertades que ya ni la de vivir tenía una validez general. Ni la de estar informados. La guerra se hizo para recuperar un asomo de libertad y de paz, ya que la paz estaba arrastrada por la ebullición revolucionaria de quienes tampoco querían seguir con la república, que sólo era un paso más en su desplazamiento hacia la dictadura del proletariado.

Es fundamental recuperar lo que significa la libertad y decir, con toda la tolerancia del mundo, que no había libertad bajo la república, maestra de atropellos, y que no la hubo en tiempos de Franco en un sólo sentido: Libertad política, es decir, libertad para que los partidos enredaran la madeja como suelen, hicieran su agosto, como acostumbran y se otorgaran a ellos la libertad que sólo a los hombres pertenece.

NOTA: escrito al hilo de uno de los habituales descubrimientos de D. Juan Luis Calleja: "Zapatero es en realidad el pseudónimo de Alzaheimer". A efectos iguales, nombres iguales. El título de esta página se refiere a ese pseudónimo del presidente.

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